Los primeros años:

Testimonio de Antonio Alatorre

Debe haber sido por abril o mayo de 1947 cuando don Daniel Cosío Villegas me dijo en el Fondo de Cultura Económica –adonde me había llevado el propio Cosío a comienzos de 1946, después de haberme convencido de que era insensato continuar con la carrera de Leyes, que no me interesaba–: “Le tengo una buena noticia: eso que El Colegio de México no le pudo dar a usted cuando se vino de Guadalajara, ahora va a poder dárselo”. Así me anunció la venida de Raimundo Lida.

Mi primera actividad en el Centro de Estudios Filológicos (CEF), tiene que ver con la Nueva Revista de Filología Hispánica (NRFH). En una de nuestras primeras charlas me preguntó Lida si me animaría a traducir un artículo del italiano: es el de Vittorio Bertoldi sobre “sustrato” –publicado en el núm. 2. El 99% de la actividad del Centro entre julio y diciembre de 1947 fue tocante a la publicación de la NRFH como continuación de la Revista de Filología Hispánica (RFH), que se hacía en el Instituto de Filología de Buenos Aires. Lida prácticamente había traído consigo la mayor parte de los materiales del núm. 1 (julio-sept.), pues su primera tarea como “eslabón” (de oro) entre el Instituto de Buenos Aires y El Colegio de México fue precisamente la editorial y no la pedagógica. Claro que Lida siempre era maestro, a sus primeros discípulos nos enseñó a hacer esa revista.

Los cursos se iniciaron a comienzos de 1948 y éramos ya diez o doce los alumnos, esto quiere decir que en los meses anteriores también se ocupaba Lida de cuestiones de reclutamiento. Los dos primeros reclutas, después de mí, por supuesto, fueron Ernesto Mejía Sánchez (nicaragüense) y José Durand (peruano), quienes desde el año anterior trabajaban junto a Raimundo Lida en el estrechísimo local del Centro: el garaje de la casa de Sevilla 30, donde estuvo el Colegio hasta fines de año, y juntos llevaron a término el núm. 2 del vol. 1 (oct-dic de 1947) de la NRFH. Al iniciar los cursos en enero, Lida tenía ya bastante hecho el plan de estudios: “Puesto que estamos en México, es bueno que haya cursos de literatura mexicana y cursos de lingüística mexicana (náhuatl, etc.). Para entender bien la historia de nuestra lengua y de nuestra literatura será conveniente un curso de historia medieval de España. Para la gramática histórica hace falta latín. ¡Y qué útil le es a un filólogo de estos tiempos saber alemán!”, y en efecto, latín, alemán e historia medieval de España fueron de los primeros cursos que hubo. Pero los cursos de literatura mexicana no se dieron en un momento determinado, “cuando les tocaba”, sino cuando se pudo, ya fuera el curso de José Luis Martínez sobre literatura del siglo XIX, el cursillo de Rodolfo Usigli sobre la historia del teatro en México, el de Gabriel Méndez Plancarte sobre humanistas novohispanos, sin ningún orden pues para la mayor parte de los cursos cualquier tiempo era bueno. También cuando de casualidad algún estudioso se encontraba en México era menester invitarlo a dar algún curso, así sucedió con Mariano Picón Salas, Jorge Guillén y don Pedro Urbano González de la Calle, quien posteriormente se integró a El Colegio impartiendo cursos sobre humanistas españoles y del sánscrito. Algunos de los cursos fueron muy comunes y corrientes, pues El Colegio no tenía suficientes recursos para darse el lujo de traer profesores visitantes como Américo Castro o como Claudio Sánchez Albornoz, se hacía lo que se podía. A pesar de la situación algunos cursos estuvieron muy por encima del nivel común y corriente, porque quienes los dieron eran entusiastas. Un entusiasta: Millares Carlo, que dio clases de latín y de paleografía, otro entusiasta: Eugenio Ímaz, quien en su curso de alemán, a la quinta o sexta clase, en lugar de estar practicando pronunciación o aprendiendo declinaciones, estábamos traduciendo a Hölderlin; y otro: Wigberto Jiménez Moreno, que logró dar en su curso una idea clara de lo que es el náhuatl, el otomí y el tarasco. Pero todo lo anterior palidece frente a lo que fueron los cursos de Lida. En “un solo curso” dado a lo largo de tres años abarcó temas que van desde la fonética y la fonología, gramática histórica (morfología y sintaxis), de lingüística general, de filosofía del lenguaje, hasta el pensamiento de Platón, sobre mester de clerecía y mester de juglaría, de Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, etc.

El moderno Centro de nuestros días, que ocupa muchos metros cuadrados del edificio de El Colegio: aquí la dirección, la secretaría, la coordinación del Centro, más allá las oficinas de la NRFH, por otro lado los cubículos y por otro los salones de clase; pues bien: “en tiempos de Raimundo Lida estas diversas partes del Centro, ahora disiecta membra, eran una sola cosa, un cuerpo. Cabíamos todos en las tres estancias (una grande y dos chicas) del tercero y último piso de Nápoles número cinco” –antigua sede de El Colegio. Una de las estancias chicas era la oficina de Lida, separada de la grande por una pared de cartón, cuya puerta estaba siempre abierta. La otra estancia chica era la oficina de la NRFH. Todas las actividades del Centro tenían lugar en la estancia grande: allí teníamos clase, allí leíamos, allí trabajábamos en nuestras investigaciones, y Lida siempre estaba presente. Lo que me dicen mis recuerdos es que todos los días, a lo largo de todos estos tres años, se sentó Lida, con nosotros, en una de las sillas que había en torno a la mesa. Tengo la impresión de que siempre tuvimos clase o seminario con él, si me equivoco, es a causa de esa convivencia que he tratado de describir, y que es, para mí, el hecho más importante de esos primeros tres años de vida del CELL. ¡Qué generosidad de Lida! ¡Qué manera de entregarnos su tiempo! Lo que tuvimos los “filólogos” en esos tres años fue un ambiente privilegiado.

La venida de Raimundo Lida al Colegio de México fue una bendición del cielo. Durante los tres años de esa primera generación (1948-1950) Lida estuvo siempre presente. Nunca perdió su fama de exigente, de severo (nunca se callaba cuando se topaba con la estupidez o con la improvisación), pero lo que reinaba era un espíritu de cordialidad, de alegría, de entusiasmo. Había buen humor. Éramos una familia muy activa y muy feliz integrada por dos argentinos (Sonia Henríquez Ureña y Roy Bartholomew), dos peruanos (José Durand y Javier Sologuren) y dos centroamericanos (Ernesto Mejía Sánchez, de Nicaragua, y Addy Salas, de Costa Rica), además de los seis mexicanos (Víctor Adib, Berta Espinosa, Ricardo Garibay, Jorge Hernández Campos, Carlos Villegas y Antonio Alatorre): “éramos doce los discípulos de Lida: seis mexicanos y seis latinoamericanos”. A los doce se agregó Margit Frenk a comienzos de 1949, pero no como estudiante sino como investigadora. Hubo algunos seminarios “menores”, como el de Bibliografía, dirigido por Millares Carlo, pero sobre todo dos seminarios “mayores”, que se prolongaron por mucho tiempo, dirigidos los dos por Lida: uno de materia lingüística y otro de materia literaria. Cada uno de nosotros, por turno, daba cuenta, en esos seminarios, del estado de la investigación que había emprendido. Además, en una forma o en otra, todos teníamos que ver con la NRFH, incluso varios de los estudiantes fuimos colaboradores de la revista.

Para la década de los cincuenta las cosas fueron diferentes, una de las causas fue el término del subsidio de la Fundación Rockefeller en 1952, pues dicho subsidio se dio para el lanzamiento del Centro (y de la NRFH) entendiendo que a partir de 1952 El Colegio se haría cargo de todo. Pero El Colegio no tenía suficientes recursos, por lo que en 1951 no comenzó el siguiente ciclo de tres años ninguna nueva docena de estudiantes –y no lo haría formalmente hasta 1963. Por otro lado El Colegio no daba grados académicos, no había exámenes generales, no había tesis, por lo que después de los tres años de clases, no había ya ninguna “liga” con El Colegio, cada estudiante se fue por su lado. Los únicos que mantuvimos una liga con El Colegio fuimos Margit Frenk y yo: en noviembre de 1950, con la beca que El Colegio nos ofreció, nos fuimos a Europa, no para hacer estudios de “posgrado”, naturalmente, sino para continuar, en verdaderas bibliotecas, nuestras respectivas investigaciones, ella sobre la lírica popular de los siglos de oro, y yo sobre las influencias clásicas en las literaturas hispánicas.

Este viaje a Europa duró cerca de dos años, menos de los previsto, ya que hacia mayo de 1952 me llegó una carta en que Lida me decía, muy apenado, que yo tenía que regresar a México porque El Colegio me necesitaba. Lida había recibido una invitación de la Universidad de Harvard, inmediatamente después de la muerte de Amado Alonso al ser su sucesor obligado, que no podía rechazar. Don Raimundo y don Alfonso Reyes creyeron que era bueno que yo me ocupara del Centro y de la NRFH, Cosío Villegas también estuvo de acuerdo. Regresamos a México en agosto de 1952. Lo primero que ocurrió fue la “transmisión” de la NRFH: en adelante, el encargado de hacerla sería yo. Lo segundo, es decir, la “transmisión” de la dirección del Centro de Estudios Filológicos, ocurrió insensiblemente. Al marcharse Lida, a mediados de 1953, quedé convertido en director, el problema es que no había ya tal Centro, no había cursos ni seminarios, no había estudiantes.

Durante los últimos tres años de Lida continuaron en El Colegio José Durand, Ernesto Mejía Sánchez y Víctor Adib, hasta finales de 1952; también ingresaron, becados por El Colegio, Juan Hasler, Tomás Acosta (peruano), Carlos Blanco Aguinaga, Tomás Segovia y Alejandro Rossi y, aunque fue corta su estancia, Alí Chumacero (1952) y Juan José Arreola (1950).

A primera vista, la vida del Centro a partir de 1953 (cuando quedé hecho director) fue la misma que había tenido en 1951-1952, los años de transición, sin “salón de clase” y sin programa. Había un Centro de Filología que publicaba una revista de filología. Había algunos investigadores y todo el tiempo hubo unos pocos becarios; sin embargo, yo no fui lo que fue Lida. Digo esto muy objetivamente. Se trata de un hecho. Y este hecho es capital para entender históricamente los diez años de vida del Centro que van de 1953 a 1962. Entre esos diez años hubo en el CEF gente deseosa de hacer algo en el campo de la investigación lingüística y de la investigación literaria, entre ellos estuvieron: Estrella Cortichs, Huberto Batis, Arturo Cantú, Emmanuel Carballo, Paloma Castro Leal, Jacobo Chencinsky, Yvette Jiménez, Eugenia Miquel, Beatriz Molina, Augusto Monterroso, Angelina Muñiz, Concepción Murillo de Dávalos, Paciencia Ontañón de Lope, José Pascual Buxó, Heidi Pereña Gili, Estela Ruiz Milán de Villoro, Carlos Valdés y Humberto Valdés.

Antonio Alatorre fue director del Centro de Estudios Filológicos –posteriormente llamado Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios– desde 1953 y hasta 1972. Siguió siendo parte de El Colegio de México hasta su muerte en 2010.

El Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios le debe su presente, es decir, aunque sus fundadores fueron Alfonso Reyes y Raimundo Lida, las características del Centro se deben a él y al modo en que instauró una filología de primera calidad, a la altura de la mejor del mundo, la enseñanza que daba en tanto a la lengua así como los estudios literarios, la dedicación a la Nueva Revista de Filología Hispánica, una de las mejores hoy día, y luego su obra personal: su concepción de la lengua española manifestada en su libro Los 1001 años de la lengua española, publicado en 1979, todo lo que dedicó al estudio de los Siglo de oro y de Sor Juana Inés de la Cruz, reflejado en sus obras Fiori di soneati: flores de sonetis (2001) y El sueño erótico en la poesía española de los siglos de oro (2003), aunado a su trabajo de traductor de más de treinta libros del latín, francés, inglés, alemán, portugués e italiano. Todo lo anterior hace de Antonio Alatorre un pilar fundamental en la conformación del CELL y de El Colegio de México.

Fuente

  • Lida, Clara E. y Matesanz, José A. 1990. El Colegio de México: Una hazaña cultural 1940-1962. México, D.F.: El Colegio de México, pp. 242-268.