Los años de Antonio Alatorre

Recuerdos de Yvette Jiménez de Báez, Concepción Murillo de Dávalos y Margit Frenk

Después de los primeros tres años de clases (1948-1950) cada cual se fue por su lado, la mayoría abandonó la carrera filológica y se dedicó a otras cosas, pues El Colegio no daba grados académicos, no había exámenes generales, no había tesis, por lo que no había ya ninguna "liga" con la institución. Margit Frenk y Antonio Alatorre fueron prácticamente los únicos que se mantuvieron ligados a él: en noviembre de 1950 se fueron a Europa con una beca que El Colegio les otorgó, para que continuaran con sus respectivas investigaciones en verdaderas bibliotecas. Su viaje duró menos de lo previsto, pues hacia mayo de 1952, Alatorre recibió una carta en la que Raimundo Lida le pedía regresar de inmediato –Lida había recibido una propuesta de Harvard para suceder a Amado Alonso, por lo que tenía que irse del país inmediatamente. A su regreso a México, en agosto de 1952, Antonio Alatorre acababa de cumplir 30 años. Desde el punto de vista profesional era aún muy joven, aunque su talento y erudición eran ya ampliamente reconocidos. Como segundo de Lida en la NRFH, Alatorre había logrado fama de meticuloso y sabio, y su buen sentido como filólogo y crítico revelaban una rara mezcla de madurez y sensibilidad que el propio Lida apreció muy pronto. Por todo lo anterior, y por su indudable amor a la revista y al Centro, fue natural que Reyes y Lida pensarán en él para seguir a cargo del timón.

Es cierto que el Centro de Estudios Filológicos (CEF) quedaba reducido, básicamente, a la tarea de publicar la NRFH y proseguir con las investigaciones de sus miembros y de algunos becarios; no obstante, al mediar la década de los cincuenta el Centro parecía recobrar vida activa. Por el CEF desfilaban hispanistas de otros países y seguían llegando mexicanos estudiosos de la literatura, algunos de ellos fueron Mary Beck y Andrée Collard, becarias provenientes de Estados Unidos, Concepción Murillo de la UNAM, Huberto Batis, Emmanuel Carballo y Arturo Cantú.

A pesar de la difícil situación económica que reinaba en El Colegio, el CEF aparentemente era el centro con mayor dinamismo y presencia; sin embargo, algo parecía impedir que se consolidara definitivamente y se asentaran en él los investigadores jóvenes y capaces que allí estaban. Tal vez sea el propio Antonio Alatorre quien mejor revele una clave para descifrar en parte esta inestabilidad:

[…] mi falta de bagaje. Siempre me sentí un “encargado provisional” del Centro, colocado como director a falta de algo mejorcito. Lo que Lida hizo en 1947-1950 fue “improvisar” (las cosas que aquí emprendió fueron muy distintas de las que había hecho en Buenos Aires, y más complejas). Pero yo, que me beneficié de su magisterio, nunca inventé nada. “Si yo pude, usted podrá”, me dijo Lida al irse de México. La verdad monda y lironda es que estuve muy lejos de poder lo que él pudo.

Alatorre se entregó en cuerpo y alma a sus propias lecturas y fichas, pero, sobre todo, a la NRFH y su Bibliografía; carecía por entonces de la pasión de Raimundo Lida por la enseñanza, pues aunque Antonio estaba allí todos los días, no lograba comunicar cercanía ni ejercía, casi, el magisterio. Solamente la revista pretendía servir de catalítico colectivo, ya que todas las semanas había una reunión con los investigadores del Centro, las famosas “juntas de los miércoles”, para seleccionar y revisar las colaboraciones que se recibían:

[…] todo cuanto profesores y estudiantes publicamos en la NRFH (o en otros lugares) durante esos años, fue leído y criticado previamente en esas juntas de los miércoles, el par de horas en que cada semana el Centro daba una muestra visible de su existencia. La costumbre se mantuvo durante algunos años después de 1962.

Pero estas “juntas de los miércoles”, que presidía Alatorre, acabaron, a menudo, en discusiones y enojos, y las críticas generaron entre los más inseguros resentimientos y frustraciones que no facilitaron la cercanía, el diálogo ni la camaradería necesarias para la convivencia cotidiana de trabajo en un centro. Para otros, los más serios, ese tipo de discusiones interminables sobre detalles resultaban excesivas y los comentarios, por el modo como se hacían (más sobre la forma que sobre el contenido o las ideas), se consideraban poco estimulantes. Por otra parte, a diferencia de los años de Lida, con Alatorre nunca se alentó a los estudiantes e investigadores más jóvenes a colaborar en la NRFH. En estas circunstancias era inevitable que la presencia de los investigadores en el Centro fuera desganada y más o menos efímera.

A mediados de 1958 se presentó la rara oportunidad de volver a establecer cursos regulares y becas para estudiantes. Esto se logró gracias a un subsidio especial otorgado para ese fin por la Fundación Rockefeller y que El Colegio completó. A comienzos del mismo año habían ingresado tres becarios nuevos: Tomás Mojarro, José Pascual Buxó y, de Puerto Rico, Yvette Jiménez, quien ya traía su grado de maestría y una sólida formación como investigadora y había comenzado a estudiar con Alatorre en la UNAM. Yvette Jiménez se incorporó a las labores del centro y de la NRFH que le indicó Alatorre, mientras preparaba su tesis de doctorado para la UNAM sobre la décima popular en Puerto Rico. Yvette es la persona que ha permanecido en el Centro más tiempo hasta el presente.

Los fondos recibidos sirvieron para alentar la creación de un programa de cursos de filología cuya organización seguiría básicamente los lineamientos que existían en la época de Raimundo Lida. Se estableció así un programa en el que habría un curso introductorio a los estudios literarios, impartido por Antonio Alatorre; un seminario de investigación en literatura, dirigido por Margit Frenk, quien lo orientó hacia el estudio de la lírica folklórica, y un seminario sobre lingüística que quedó a cargo de Juan M. Lope Blanch, quien se ocupó de lexicología y dialectología. Lope Blanch aparece en la nómina de El Colegio en septiembre de 1954, el joven filólogo español, quien estaba vinculado también con la Universidad Nacional Autónoma de México, había venido becado a México a familiarizarse con los estudios filológicos en este país y a conocer de cerca el funcionamiento de la NRFH, pues en España se intentaba sacar a flote nuevamente la Revista de Filología Española. Ya en México, echo raíces y no regresó a su país. Los cursos se inauguraron en agosto de 1958 con un coctel que presidió don Daniel Cosío Villegas, flamante director de la institución, para los becarios del nuevo programa. Fueron diez becarios lo que conformaron la nueva generación: Yvette Jiménez, Huberto Batis, José Pascual Buxó, Carlos Valdés, Paloma Castro Leal, Jacobo Chencinsky, Augusto Monterroso, Angelina Muñiz Sacristán, Paciencia Ontañón de Lope y Estela Ruiz Milán de Villoro. La actividad académica inaugural fue un ciclo de conferencias de Marcel Bataillon sobre La Celestina al que, en diciembre de 1959, siguió otro de Carlos Blanco Aguinaga sobre narrativa.

La trayectoria de este programa es más bien borrosa. La mayoría de los becarios continuó en él hasta fines de 1960, pero las actividades docentes sufrieron altibajos continuos. El único seminario que mantuvo continuidad y generó entusiasmo fue el de Margit Frenk Alatorre, y sirvió de germen para lo que luego sería el monumental Cancionero folklórico de México.

En 1960 los Alatorre partieron a un viaje de investigación a Estados Unidos dejando atrás el Centro y los becarios. A principios del mismo año llegó a México el activo filólogo y lingüista español Alonso Zamora Vicente, quien se hizo cargo del CEF. La transición fue caótica. Por una parte, Alatorre dejó a Lope a cargo de la NRFH y otros menesteres. Por otra, Zamora Vicente, el nuevo director, se encontró en un Centro desconocido, sin tener bien definidas ni en sus manos todas las funciones directivas. Habría que decir que Zamora recibió un centro sin una orientación clara, unos estudiantes que estaban desilusionados y un grupo de becarios e investigadores cuyas funciones en el Centro no se habían precisado claramente. Mientras tanto, a partir de su nombramiento como presidente de El Colegio a la muerte de don Alfonso Reyes, Daniel Cosío Villegas comenzó a revisar el funcionamiento de éste. En el caso del Centro de Estudios Filológicos se entrevistó con algunos investigadores y becarios para formarse una opinión más clara de los problemas y con el propio Zamora Vicente, quien reiteró la necesidad de precisar los objetivos del Centro y las responsabilidades y obligaciones de cada uno de sus integrantes para que el CEF realmente funcionara bien. La dirección de Zamora Vicente duró escasamente un año, pues al finalizar 1960 decidió dejar México. Cosío concluyó que en el Centro las cosas no andaban como debían y empezó por despedir a los becarios y a no renovar el nombramiento de los investigadores que no atendían a la tradicional disciplina colegial o cobraban sueldo en otras instituciones.

El regreso de Alatorre al Centro en diciembre del 60, puso fin a las discordias causadas por este extraño paréntesis administrativo, pero también significó el fin del programa de cursos. La mayoría de los becarios desapareció a fin de año, y por las nóminas se puede ver una vez más que el Centro se redujo a los Alatorre y, si acaso, a un par de becarios que ayudaban en la NRFH. En 1961 ingresó para ayudar a Alatorre con las fichas de la bibliografía de la revista el joven Rául Ávila, alumno de Lope Blanch en la UNAM, quien desde entonces permanece en el Centro dedicado a la lingüística. También ingresó Héctor Valdés, Germán Viveros y Carlos Obeso Orendain. Al año siguiente llegó como investigador visitante el argentino Carlos Magis. También hicieron breves apariciones algunos hispanistas extranjeros que dieron una charla o un cursillo en El Colegio, tal es el caso de Ángel Rosenblat. Lo cierto es que en esos dos años el Centro mantuvo un tono mortecino que sólo se sacudiría a partir del otoño de 1962.

En medio del torbellino que significó para El Colegio la facultad de otorgar títulos universitarios a partir del decreto presidencial de noviembre de ese año, el Centro de Estudios Filológicos se vio obligado a salir de su letargo. Ante la insistencia de Cosío Villegas, Alatorre como director, con la ayuda indispensable de Margit Frenk, presentó un nuevo programa de cursos, esta vez con la meta precisa de formar doctores en lingüística y literatura. A raíz de la inauguración de este doctorado a comienzos de 1963 el propio Centro cambió de nombre, y para subrayar la doble dirección de sus objetivos eligió el de Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios, tal vez menos eufónico que el anterior y con menores resonancias del pasado, pero sin duda más preciso y más moderno. Se trataba de hacer un programa conciso, bien organizado y con los mejores profesores posibles, ya que había recursos para traerlos, incluso del extranjero. Antonio Alatorre continuaría en la dirección del Centro –cargo que desempeñó hasta 1972– y proseguiría ocupándose de la NRFH, pero la responsabilidad docente se ampliaría a nuevos profesores y se buscarían becarios con buen nivel, preparación y vocación probadas. Los cursos se iniciaron a comienzos de 1963.

En 1977 Margit Frenk recuerda y resume así el comienzo de aquella nueva etapa:

Una quincena de estudiantes, casi todos pasantes de la licenciatura en letras de la UNAM, casi todos con vocación y talento. Los profesores, además de Alatorre, Lope Blanch y yo (que a la vez era estudiante del doctorado): Manuel Alvar, José Pedro Rona, Bernard Pottier, Joseph Matluck, Peter Boyd-Bowman, Kurt Baldinger, Harri Meier, Ernir Rodríguez Monegal, Noël Salomon, Fritz Schalk… Tres años de cursos, en su mayoría apasionantes; estudio intensivo; a la vez, participación de todos en dos investigaciones colectivas: la recopilación de la lírica popular mexicana, recién reanudada bajo mi dirección, y la encuesta para reunir el léxico indígena del español mexicano, coordinada por Lope Blanch. Fue definitivamente el comienzo de una nueva era. El programa era un experimento y sin duda tuvo sus fallas, pero despertó un entusiasmo sostenido y dio una sólida formación a los que lo siguieron hasta el fin. Cinco de ellos –Raúl Ávila, Beatriz Garza Cuarón, Carmen Garza Ramos, Carlos Magis y Gloria Ruiz de Bravo Ahuja– pasaron a formar parte, en 1966 y 1968, del profesorado permanente del Centro, a los que se sumaron para mediados del año otros tres y alguno más al año siguiente. Ya antes, en 1963, se había integrado a él Yvette Jiménez de Báez. Con timidez, en un principio, y después gradualmente con mayor seguridad, nos convertimos en maestros de las generaciones subsiguientes.

Al iniciarse la segunda época en la vida de El Colegio, el Centro de Estudios Filológicos renacía de sus viejas cenizas con nuevo nombre, nueva sangre y nuevos ímpetus. Sin dejar de tomar en cuenta la experiencia acumulada en esos quince años, las autoridades de El Colegio de México decidieron imprimir al Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios, a partir de 1963, una dirección más precisa. Se trató de dar a esas dos ramas de estudios (mantenidas inseparables, tal como lo predicaron siempre Amado Alonso y Raimundo Lida) una mayor amplitud de perspectivas y a la vez una mayor concentración y rigor más científico.

Fuente

  • Lida, Clara E. y Matesanz, José A. 1990. El Colegio de México: Una hazaña cultural 1940-1962. México, D.F.: El Colegio de México, pp. 268-289.